martes, 26 de enero de 2010

PARA ESTO ME PAGAN (por Orlando Barone)


En una tira cómica española dibujada por El Roto, un padre le dice a su pequeño hijo: “Algún día todo mi odio será tuyo”. El hijo le contesta: “Gracias, papi”. En el mismo tono cómico de El Roto, aunque sin proponérselo, Elisa Carrió les dice a sus socios, los grandes medios: “Cuando Néstor Kirchner se hace el misericordioso lo que en realidad está pensando es en aniquilar a los argentinos”. La transmisión del odio es en Carrió una de sus mayores adicciones. Así como la transmisión de la solidaridad es la gran virtud de Milagro Sala. Sin embargo, en Gerardo Morales esa virtud de Milagro estimula el odio. Entonces miente y, como un machista descontrolado, denuncia que ella está armando una guerrilla y le pega a las mujeres.
Extraña involución de esos dos políticos provenientes del radicalismo: presumen haber aprendido de Yrigoyen y de Alfonsín, pero los desaprendieron por el odio. Los odiadores profesionales, al igual que los adictos al sexo -tan de moda ahora- como el golfista Tiger Woods, deberían tener una hipotética clínica de saneamiento. Un período de clausura en un monasterio de paz, sufrir el síndrome de abstinencia de odio, y salir recuperados y con buena onda.
También deberían incorporarse a esa dieta de contención tantos periodistas argentinos odiadores. Se han convencido de que eso les sienta: que les da un aire de trasero fruncido ideal para no perder la pertenencia al odio. Porque ante el actual Gobierno parece haber una desmesurada reproducción de activistas del género; como si alguna terrible y no revelada característica de su ser, actuara como un nutriente feroz. Basta cualquier gesto, palabra, hecho o DNU emanado desde el Gobierno para que los odiadores se realimenten espontáneamente. No se sabe desde qué sumidero se escurre este sentimiento, que hace sospechar que sus transmisores van descendiendo del homo sapiens al homo brutus vertiginosa y denodadamente.
“Algún día todo mi odio será tuyo”. Interesante leyenda para estampar en una remera para un tipo de clientela de argentino estándar, pasado de glotonería de medios y capaz de repetir lo que éstos le cuentan tal cual se lo cuentan, y sin siquiera limpiarle al cuento la nervadura, la grasa y las espinas. Ese consumo grosero lógicamente produce una deposición grosera. Son tantas las declaraciones con olor a boñiga. De eso se trata gran parte del expresionismo mediático-político. El odio exige vocación, empeño. Y, entre otras cosas, la fantasiosa creación de monstruos y de monstruosidades a las cuales profesárselo. Pocos gobiernos argentinos han logrado como el de Néstor y Cristina Kirchner procrear odios tan sorprendentes y de tan difícil justificación racional, en franjas de población hipersensibles vaya a saberse a qué efectos, y que les producen vaya a saberse qué daños no ya en su estatus, sino psíquicos.
Shakespeare -reincido en él porque lo estoy releyendo- dice: “Si las masas pueden amar sin saber qué, también pueden odiar sin mayor fundamento”. Las masas y las masitas y los que las amasan. Claro que hay distintas intensidades y honduras de odios y odiadores. El más difundido es el odio por hábito, por transmisión. Aquél del principio, el del dibujo de El Roto, y aquel padre transfiriéndoselo a su hijo. Tal vez hoy, aquí, se esté ante hijos de padres y abuelos odiadores de otros tiempos.
Borges empleó aquel adjetivo -incorregibles- para eternizar a los peronistas de los años cincuenta. Parodiándolo, habría que calificar como “incurables” a los odiadores de esta época. No hay prosperidad, baja del desempleo, reservas copiosas, políticas sociales, expansión jubilatoria, veranos exitosos que los curen del mal crónico. La única forma de saneamiento es la desaparición del motivo y la causa de su odio. Pero fatalmente, desgraciadamente para ellos, éstos persisten aun cuando parecieran dar signos de reducción y desvanecimiento.
No hay caso: la causa produce su efecto. Y ese efecto es el odio. Por suerte en el presente no es mortal, aunque es permanente. Sobre ese cuadro de situación hay que entender la política argentina. O toda la Argentina. Pero quienes están en problemas son los odiadores. Porque sus odiados son incorregibles. Y no hay caso, llevan la marca en el orillo. Y el odio es desgastante para el portador más que para el destinatario. Ya que no logra sentir nunca la plena alegría del que, en lugar de odio, siente ganas.
Para esto elijo repetir un párrafo de un texto mío reciente. Ya saben: el autoplagio es lícito. Éste es el párrafo: “Hay un subyacente aire intimidatorio en el mensaje opositor que gran parte de la sociedad retransmite a lo Mirtha Legrand, como si fuera la verdad verdadera. En determinadas geografías no ser oficialista es un rango, como estar de vuelta de creencias y adhesiones masivas. Los de derecha que en privado bailan, ponen en público cara de culo como si les preocupara la suerte de los muchos. Se ven así figuras notorias de distintos rubros de la fama, descalificando la realidad aunque ellos se solacen en una realidad opulenta”.
Otros, en su discurso opositor charlatanean con una abstracta revolución más profunda que la que expresa el oficialismo. Y cuanto más se “histrionizan” a la izquierda más se “aderechan”. Es un ataque bilateral simultáneo. Ante esta prepotencia adueñada de la perfección sin hacer nada, no hay que callarse más. Dejar de cederle a los contrarios el campo orégano y el campo soja y el latifundio del guitarreo crítico dale que dale. Enorgullecerse y felicitarse de compartir el colectivo sin melindres de pasajero vip. Porque, aun con reparos, pocas veces como hoy ser oficialista es estar cerca de la razón y del cambio. Me dan ganas de salir a gritar con alegría como Tevez imitando al Topo Gigio y haciendo pantalla con las orejas dedicándole la alegría a los odiadores.
(Obsecuente. Para eso te pagan). También a ellos.

No hay comentarios: